Mis reflexiones hoy, las dedico a todas aquellas personas incomprendidas por un entorno que no percibe la violencia indirecta, que la justifica, que la tolera, que no la reconoce. Y no me refiero solo al maltrato sino también al mal trato de que es objeto la víctima que poco a poco se va desgastando, hasta perecer en un verdadero asesinato psíquico.
Hay relaciones que nos hacen crecer, que sacan lo mejor de nosotros, mientras que otras nos quitan oxígeno, nos ahogan, nos contaminan, nos intoxican en un proceso gradual, en una especie de danza del mal que se desencadena de una manera encubierta, que pasa desapercibida para otros, mientras que la víctima, enredada en esa tela de araña, se siente cada vez más confundida.
Recuerdo una discusión con mis compañeros en mi etapa de estudiante en la que discutíamos sobre la tolerancia, como si hubiese un manual en el que figurasen las reglas de lo aceptable o no aceptable. Con el tiempo, me fui dando cuenta de que el espacio destinado a la transigencia de muchas personas puede ensancharse y agrandarse sin que llegue a ser consciente, y si a eso se suma la ceguera de aquellos en los que confía, el aislamiento contribuirá al debilitamiento de la víctima.
Se trata de un proceso gradual de control, que hace que la persona dude de sus ideas y sentimientos, volviéndose cada vez más pasiva e incapaz de solucionar problemas. Incluso es fácil que su ansiedad le lleve a comportamientos que la pongan en evidencia y se vea atrapada en el guión del drama que han escrito para ella.
El maltrato emocional no deja huellas ni moratones, no se ve, se siente. Sin embargo, sus consecuencias pueden ser incluso más destructivas que el abuso físico. Sus formas no son solamente agresiones verbales directas, sino estrategias sutiles, como críticas, manipulaciones, malas caras o gestos, ausencia de aprobación, olvidos, mensajes subyacentes, a veces disfrazados de afecto y sobreprotección, con los que el acosador, sin empatía, busca colocarse en una posición de superioridad y despertar el interés por él, sintiéndose más grande cada vez que humilla.
Podemos encontrar verdugos en la escuela, en la familia, en la pareja, en el trabajo, en el grupo. Pueden ser sapos o también encantadores de serpientes a los que la fascinación, que paradójica y tristemente ejerce su perversidad, les otorga una fuerza superior que les permite ser ganadores.
Aunque los efectos son devastadores, y la víctima se siente confundida y sola, hay salida. Cuando pierde su sentido de autovaloración, lo ha perdido todo, y entonces alguien puede decirle unas palabras que pueden ser un buen comienzo: “no eres tú, es el otro”, como a la Cabiria de Fellini, a quien al final, después de sus fracasos y abusos de quienes confía, alguien le dedica un buonasera.