La búsqueda del Santo Grial de la felicidad es una constante en la historia de la humanidad, y en la actualidad se ha convertido en el mandato social de la postmodernidad, de manera que el hecho o la sensación de no lograr alcanzarla es homólogo de fracaso en la vida.
Cuando hablamos de felicidad, habría que empezar distinguiendo entre felicidad subjetiva, que es una sensación de bienestar en la que no se echa en falta nada, o al menos de manera intensa, y felicidad objetiva, que más que un sentimiento es una situación que se quiere conseguir, donde las posibilidades personales estarían aseguradas. Por ejemplo, si una persona se encuentra privada de libertad, el hecho de ser libre, sería una situación de felicidad objetiva, sin embargo, no garantizaría que en alguna circunstancia no pudiera sentirse triste o subjetivamente infeliz.
Con demasiada frecuencia buscamos esa felicidad objetiva, y un ejemplo, en la sociedad actual, es la asociación entre materialismo y felicidad. Curiosamente, estudios recientes revelan que los países más ricos, son los que menos índices de felicidad obtienen del planeta, como es el caso de Estados Unidos y Japón, en contraste con los países iberoamericanos que figuran entre los más felices.
No pretendo decir que se pueda ser feliz sin nada, y estoy de acuerdo en que, como mostraba Maslow en su pirámide, hay ciertas necesidades sin las cuales no podríamos ser felices, y lógicamente, si no tienes comida y te están maltratando no puedes serlo, sin embargo, existen necesidades creadas que nos hacen más infelices. La gente quiere progresar a medida que se cansa de lo que tiene y lo cierto es que se disfruta más haciendo cosas que teniendo cosas y se es más feliz modificando actividades que cambiando las circunstancias materiales.
Matthieu Ricard, nombrado por los especialistas en neurociencia el hombre más feliz del mundo, abandonó su vida exitosa y su brillante carrera como biólogo molecular para retirarse a las montañas de Nepal, donde vive, y los beneficios de sus publicaciones sobre las emociones y el cerebro, son destinados a varios proyectos humanitarios. Volviendo a la pregunta de antes: ¿dónde está la felicidad?
Los experimentos científicos demuestran que existen personas más predispuestas a ser felices que otras. El sistema límbico del cerebro es el centro de la afectividad donde se procesan emociones como las penas, las angustias, la alegría o el placer. La mayor capacidad para experimentar unas u otras, es decir, una afectividad positiva o negativa, depende en parte del temperamento y en parte del aprendizaje. Sin embargo, los avances de la neurociencia indican que la plasticidad neuronal puede permitir por ejemplo, que una persona con una tendencia a la negatividad pueda derivarla a una más positiva.
Quizás el leitmotiv esté muy cerca de encontrar un sentido a la vida. Viktor Frankl, psiquiatra y neurólogo austríaco que sobrevivió al Holocausto, lo buscó en Auschwitz en la ilusión del reencuentro con su mujer y sus padres, y tras ser liberado y comprobar que ellos habían muerto, lo halló en contarle al mundo como encontrarlo, desarrollando la Logoterapia, escuela de Psicología. Según Frankl, el sentido de la vida está siempre cambiando, pero, jamás falta. En caso de no verlo, habrá que dotar a la vida de sentido aún en las situaciones más difíciles, donde lo que importa es transformar la tragedia, la enfermedad y el fracaso en un triunfo personal, en un logro humano. Más aún, según Frankl: “La vida cobra más sentido cuanto más difícil se hace”.
Confieso no tener la llave de la felicidad y también la certeza de que buscarla no es el camino. Puede que si aceptamos lo que no podemos cambiar y ponemos nuestra atención en buscar un nuevo sentido a nuestra vida y una nueva ilusión, aparezca de puntillas.