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Una persona, cualquier persona, en un momento de su vida, empieza a notar sensaciones desconocidas: se siente triste, apática, no tiene interés por nada. Se disparan sus alarmas, se pregunta qué está pasando, El malestar continúa y acude a un especialista que determina que su cuadro de síntomas corresponde a una depresión. A partir de entonces, el ya paciente se sumerge en una estructura social de significados compartidos: empieza a conocer las manifestaciones de su trastorno, su pronóstico, las prescripciones. Reconoce a una corte de profesionales que establecen su diagnóstico con instrumentos uniformados y que no le  dirían toda la verdad sobre la manera en la que experimenta su sufrimiento. Se habla de estrategia de intervención pero no de cómo vivencia su desconsuelo, su miseria, su tristeza, su pena, su dolor.

Por otro lado, se corre el peligro de que los antidepresivos se conviertan en el principal recurso para asumir los claroscuros de la vida. Los pacientes que sufren una depresión clínica real representan un porcentaje bajo de los que los consumen porque se los recetan para tratar un varapalo emocional como una pérdida, o la  tristeza.

¿Qué está pasando? ¿Se puede desmedicalizar la depresión? La respuesta es que no es posible, debido más al entramado social que a la naturaleza de la depresión.

Existen tres razones que explican la proliferación de fármacos psicotrópicos. Para empezar, en nuestra sociedad existe un mandato social de ser feliz,  por el que el sufrimiento no tendría que formar parte de la vida y el consumo de fármacos reduciría la responsabilidad sobre los actos. La segunda razón son los intereses económicos de los que participan en estos procesos y que prefieren los atajos biológicos a las intervenciones psicoterapéuticas complejas. Y por último, como no, están las compañías farmacéuticas que fabrican los medicamentos.

Todos estos frentes convergen en el uso de la depresión como si fuera una enfermedad. En este sentido, habría que ver en qué medida los antidepresivos se convertirían más en un problema que en una solución.

La psicología tendría que hacer valer sus reales en el mundo clínico medicalizado con la reivindicación de la terapia psicológica, imprescindible para tratar los procesos mentales que intervienen en la depresión; eso sí, sin caer en el reduccionismo psicológico y sin negar los procesos cerebrales y el uso de los fármacos, pero sin olvidar el tratamiento de los síntomas depresivos mediante logros positivos de la vida en lugar de subir y mantener una medicación.

Los antidepresivos ayudan a curar la depresión, pero un alto porcentaje de personas puede caer de nuevo en ella después de algún tiempo al suprimir la medicación y no darles herramientas  para aprender a defenderse de ella con recursos que les ayuden.

“Cuando nació mi tristeza, le prodigué de mil cuidados y le vigilé con amorosa ternura” (Gibran Kahlil)