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En estos tiempos de posmodernidad, uno de los mandatos sociales que pueden ser razonables o faltos de criterio, es el de perfeccionismo. Esta ética alejada de la lógica nos invita a vender ser el mejor, y desde luego, nadie tiene pecados capitales, eso es solo para neuróticos y depravados. O sea, que ser humano no está bien visto y desde luego, nos guste o no, estos pecados son inherentes a nuestra condición.

¿Hay pecado sin religión? La respuesta es sí. Santo Tomás estableció los siete pecados capitales: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Su versión más popular la revela Dante Alighieri en su Divina Comedia y están latentes en la cultura, limitados por las normas, las reglas, las leyes y los pactos que rigen cada sociedad.

La palabra capital viene del latín cabeza, y metafóricamente se puede decir que estos pecados capitales vienen de la cabeza, donde su condición de innombrable es el pan de cada día. Desde niños no renunciamos a un ideal del yo, que aunque inalcanzable, nos ilusiona a lo largo de la vida, pero la pulsión es intrínseca al ser humano y a diferencia del instinto animal, en nosotros habita un Super Yo, que viene a ser un Pepito Grillo que nos pone en escena lo que tiene que estar oculto, porque si nos atrevemos con ello el castigo será implacable, generando la culpa de difícil perdón.

Mientras que la religión y la cultura los enfocan hacia el resultado, la psicología lo hace hacia sus causas, como expongo a vuelapluma.

La soberbia, orgullo que no amor propio,  es una compensación de un sentimiento de inferioridad, y la avaricia es consecuencia de la búsqueda del que codicia la felicidad imposible de alcanzar por medios externos. Las dos sustituyen necesidades de las que el sujeto no es consciente y que le aíslan de los demás.

La lujuria no necesariamente está relacionada con la sexualidad, y responde a cualquier deseo apasionado. Todos los seres humanos tenemos algo de ella, que si madura adecuadamente y se combina con la reciprocidad, conduce al amor, si permanece separada del otro es tan maligna como el deseo de poder, de dinero o de tener razón.

Cuando alguien experimenta ira, por orgullo se siente humillado debido a un sentimiento de inferioridad, pero también hay una ira sana que busca justicia y hacerse valer.

Hay una parte de la psiquis que se da cuenta de que uno sólo puede contribuir a un estado de felicidad, que en una dirección equivocada, la de la gula, trata de lograr algo con un alivio temporal de una presión interior.

La envidia es el sentimiento más frecuente y menos confesado y su naturaleza es  el deseo del objeto del otro. Si se le da rienda suelta, se vuelve agresiva y desea dañar al que lo posee necesitando de la ira.

La esencia de la pereza es la inhibición provocada por el derrotismo ante las metas inalcanzables de nuestro yo ideal, de manera que si el perezoso no hace nada no puede ser culpado. Se manifiesta en la indiferencia, la apatía, el rechazo y el retraimiento.

Todos ellos no son capitales por su gravedad sino porque son generadores de otros. Se entremezclan o se superponen, a veces se contradicen, otras existen simultáneamente y en todos ellos hay un denominador común en el conflicto de la personalidad humana, por eso una persona madura no juzgará sino que percibirá lo contradictorio del ser humano. Se trata en definitiva, de aceptar las emociones oscuras, hacerlas conscientes para que no nos limiten, adoptar una posición más real y constructiva, no con el fin de pasárnoslas todas, sino para reconocernos, aliándonos con nosotros mismos para adaptarnos al mundo y evitar un sufrimiento prescindible.

Si reconocemos libremente nuestros sentimientos y deseos podremos encontrar sus causas y liberarnos del miedo y del mea culpa.